domingo, 11 de mayo de 2025

El paradigma de la Liberación Nacional

 

En el siglo XIX, la obra de Karl Marx y Friedrich Engels constituye una formidable crítica a la civilización capitalista, y al mismo tiempo la búsqueda de una vía revolucionaria para su superación. En esa mirada, la superación del capitalismo era el resultado no de la descripción de una hipotética sociedad igualitaria del futuro, sino del análisis de las contradicciones internas de la Europa contemporánea. El pensamiento de Marx se ocupó muy especialmente de la contradicción entre el capital y el trabajo, que se expresaba en las crecientes luchas de la clase obrera de su tiempo. Y si de crear una nueva civilización se trataba, la lucha de la clase obrera no podía agotarse en la búsqueda de mejores condiciones materiales en el seno de la vieja sociedad, sino que debía proyectarse en una profunda revolución social, política y cultural. La revolución no era precisamente una desconocida para Marx y Engels, que observaron entusiasmados el movimiento revolucionario europeo de 1848, y estudiaron en detalle a lo largo de su vida las conmociones políticas que dieron forma a la Modernidad. Por eso, las formulaciones sobre la revolución socialista que el marxismo clásico expresa en forma acabada a partir de 1848 con la publicación del Manifiesto Comunista, son un fruto de esa experiencia europea: la revolución democrática, el nacimiento de nuevos Estados nacionales, la expansión del industrialismo capitalista, y el surgimiento del moderno proletariado industrial. Por cierto, como intelectuales revolucionarios interesados en los asuntos relevantes de su tiempo, Marx y Engels se ocuparon también de los procesos históricos de otras regiones del mundo. No puede olvidarse que concebían al capitalismo como un sistema mundial, y el socialismo llamado a sucederlo por supuesto profundizaría la constitución de una civilización verdaderamente cosmopolita y global. En ese escenario, la perspectiva estratégica de la lucha obrera no podía sino ser internacionalista. Una mirada en profundidad de lo escrito por Marx y Engels demuestra su concentrado interés por la historia de las revoluciones nacionales y la constitución de los Estados modernos, pero sin nunca desplazar del centro de las preocupaciones la lucha internacionalista por la creación de la nueva sociedad mundial. En esa perspectiva se integraban las observaciones que hicieron sobre distintos acontecimientos y procesos históricos, por ejemplo los referidos a la lucha nacional en Irlanda. Quedaba delineada una interpretación sobre la “liberación” nacional. Esta cuestión no quedaba confinada a la historia europea, sino que su máximo desarrollo se daría en otras regiones del mundo.


El paradigma de la liberación nacional nace justamente de la experiencia de los pueblos coloniales que luchan por su ascenso y progreso material y su libertad política. Tal ascenso era trabado por lo que se revelaría como la contradicción fundamental del sistema capitalista mundial: la polarización en centros y periferias1. En rigor de verdad, vista desde el mundo colonial, era ésta la contradicción principal (en lenguaje maoísta) de la civilización capitalista. Las grandes revoluciones del siglo XX, incluyendo parcialmente la Revolución Rusa (que se da en un imperio periférico y atrasado), se habían desencadenado como una respuesta histórica de los pueblos a la marginalidad y subordinación a que los sometía la explotación imperial.


La forma “clásica” de la polarización (de acuerdo a Samir Amin) se establece alrededor de 1800, y dividió al mundo en un puñado de países industrializados y extensas periferias agrarias o mineras. Mientras los países industriales lograban construir Estados modernos asentados en espacios nacionales autocentrados, las regiones periféricas quedaban sujetas a variables relaciones de dependencia y subordinación. Existían las colonias sin ningún tipo de soberanía, ocupadas política y militarmente por una potencia. Y también los casos que en su momento fueron caracterizados como “semicolonias”, o aquello países formalmente independientes como las repúblicas latinoamericanas desde el siglo XIX. En los países periféricos surgieron también burguesías, junto a distintas clases tradicionales o señoriales formadas en los siglos de colonización. Esas clases dominantes coexistieron, a veces en competencia otras veces formando bloques sociales. En el caso latinoamericano, esos bloques señoriales fueron llamados “oligarquías”. Las burguesías periféricas eran de carácter predominantemente comercial, y se asentaban sobre todo en el universo portuario, unido por la revolución náutica moderna, que iba desde Hong Kong hasta Buenos Aires. Desde su mismo origen, las clases burguesas periféricas estaban relacionados con el eje industrial metropolitano; muy especialmente Gran Bretaña pero pronto también Estados Unidos.


Asimismo, en varias regiones coloniales comenzaron a desarrollarse desde fines del siglo XIX ciertas industrias locales, que tuvieron un carácter marginal y no establecieron sistemas nacionales; la mayoría de las veces surgieron al margen de la voluntad de las coaliciones gobernantes2. Por eso, estas industrias no constituían en sí mismas un polo antagónico con respecto al dominio metropolitano, ni bastaban para superar el carácter predominantemente agrario o minero del país en cuestión. Así por ejemplo, la industria de Shangai no implicaba que la China de inicio del siglo XX dejara de ser un país abrumadoramente rural y campesino.

Quienes sí representaban un polo antagónico al sometimiento colonial eran un conglomerado social de variable composición según los países y regiones, que podemos denominar los productores nacionales3. Nos referimos a los campesinos, los artesanos, las nacientes clases obreras y los nuevos empresarios industriales orientados al mercado interior. En América Latina, desde el fin de las campañas bolivarianas y sanmartinianas, se había manifestado un secular enfrentamiento entre las burguesías comerciales y los productores nacionales: la etapa de las “guerras civiles”. Las clases populares fueron parte de esas guerras civiles, como combatientes subordinados a las fracciones dominantes competitivas entre sí, pero muchas también con autonomía y consignas propias, por ejemplo la lucha por la tierra en los movimientos campesinos. Ese conflicto culminó en las últimas décadas del siglo XIX con el triunfo de las clases sociales orientadas hacia el mercado mundial y el establecimiento de los Estados oligárquicos. Diversos grupos señoriales (especialmente terratenientes) y los complejos culturales heredados del viejo colonialismo pervivieron en la era oligárquica, en compleja aleación con los valores de la civilización burguesa.


Pero desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, comienza un nuevo ciclo de lucha de los pueblos periféricos, expresada por ejemplo en el independentismo cubano, la rebelión bóxer en la China y en la Revolución Mexicana de 1910. En los “bordes” del mundo imperial también se desataron formidables conmociones sociales como la revolución rusa de 1905. Las sucesivas crisis del orden imperialista mundial terminan de destrozar viejos imperios dinásticos como en la Rusia de 1917 y desencadenan nuevas oleadas en la rebelión del mundo colonial. Esa revuelta colonial alimenta el pensamiento antimperialista de Lenin y el naciente movimiento comunista que buscará orientar los procesos de “liberación nacional y social”. Sobre este trasfondo de revoluciones sociales y levantamientos coloniales se establece un proyecto histórico de emancipación, el paradigma de la liberación nacional. Con esto queremos resaltar su carácter histórico reciente, al mismo tiempo señalar que sus raíces se anudan a luchas previas de los movimientos independentistas y de nacionalidades del siglo XIX.


¿Qué es lo que determina la sucesión de proyectos históricos de liberación? En primer lugar, cada uno de ellos está en estrecha relación con los desafíos y problemas que plantea cada época, al menos en el modo en que pueden ser visualizados por los contemporáneos. Los cambios en la situación histórica, por ejemplo el ascenso del capitalismo monopólico hacia 1880, condicionan el agotamiento de proyectos históricos nacidos en otro momento. Por otra parte, no hay que descuidar un factor que en ocasiones ha jugado un papel central: la violencia de los sectores dominantes, en las circunstancias en que éstos no han encontrado obstáculos políticos lo suficientemente fuertes como para impedirlo. En esas circunstancias, los movimientos populares son destruidos por la acción armada de las elites. Estos son los más importantes factores que explican el agotamiento y transformación, mediados en ocasiones por largo tiempo, entre los proyectos históricos de emancipación, de los cuales el paradigma de la liberación nacional es una etapa.


Este proyecto histórico expresaba no sólo a los sectores populares y clases explotadas del mundo colonial, sino, según los momentos y regiones, a fracciones de las elites económicas y políticas. Nos referimos a segmentos de las burguesías coloniales, intelectuales y políticos provenientes de las clases altas (un caso paradigmático sería el de Fidel Castro), pasando por los propios ejércitos periféricos. Las fuentes de inspiración político –ideológica apelaban a las tradiciones de lucha de los países en cuestión, la historia de revueltas campesinas e indígenas y protestas obreras. Así se alimentaron a los jóvenes nacionalismos periféricos. También se recurrió a los modelos políticos e ideológicos que ofrecían los países centrales. Las elites coloniales incorporaron esos modelos en un grado variable, en unos casos con una fuerte actitud asimilacionista, en otros casos con distancia crítica e incluso una pronunciada desconfianza hacia Occidente4. La idea nacionalista tenía su matriz originaria en la experiencia europea, pero en regiones como Latinoamérica la voluntad de construir los propios Estados nacionales estaba presente desde el inicio del ciclo independentista. La inspiración que brindaban los modelos metropolitanos no colisionaba necesariamente con la creación original: el “inventamos o erramos” de Simón Rodríguez, mentor de Bolívar.


Ya en el siglo XX, el contraste del atraso rural local con la “modernidad” industrial de los países dominadores, le dio un fuerte sesgo industrialista al paradigma de la liberación nacional. Así, se asoció el atraso y la dependencia con el estatuto primario de las economías periféricas. En las variantes radicalizadas de los proyectos liberación nacional, la industrialización debía combinarse con la reforma agraria y la destrucción de las clases terratenientes. A lo largo del siglo XX el industrialismo se “extendió” a muchas regiones de las periferias, como producto de las sucesivas crisis de la economía capitalista mundial o de la conciente voluntad de los movimientos de liberación nacional y las elites modernizadoras. De esa manera, se erosionó parcialmente la polarización clásica que dividía al mundo entre países industriales dominantes y países agrarios dominados. En los casos en que la industrialización fue promovida sistemáticamente, la “inspiración” se buscó no sólo en los países “occidentales”, sino también en el modelo soviético. En ambos casos, la intervención de los Estados era decisiva5. La influencia del modelo de planificación soviética fue evidente en los países que intentaron transiciones al socialismo, pero también en otros que se mantuvieron en los parámetros capitalistas; por ejemplo la adopción de la fórmula de “planes quinquenales” por el peronismo argentino.


Como señalamos más arriba, algunos países se orientaron hacia el socialismo y otros se mantuvieron en la vía capitalista. Las diferencias en ese derrotero tuvieron que ver con las fuerzas sociales que lideraron en cada caso los proyectos de liberación nacional, con el peso de los diferentes partidos políticos, con la tradición histórica local, y también con la eventual influencia que pudo jugar la URSS6. El común denominador estuvo dado en el intento de construir espacios nacionales autocentrados, relacionados de manera soberana con las otras unidades nacionales o con el “mercado mundial”. Esa sería la vía al desarrollo, basado en la primacía de los mercados internos, y a partir de allí en una diversificación de las exportaciones que incluyera crecientemente productos manufacturados. Esto se expresaba en el lenguaje político como la construcción nacional, ya sea del socialismo o del capitalismo. En este marco hay que aclarar que el desarrollismo no fue una versión del paradigma de la liberación nacional en tanto cedía al capital extranjero el control de la industrialización, y se desentendía frecuentemente de los mercados internos en su búsqueda de fomentar las exportaciones. La teoría de la modernización y el desarrollo coexistió con los proyectos liberacionistas y revolucionarios.

Una cuestión esencial define al paradigma de la liberación nacional como proyecto histórico emancipador: la superación de la mera dimensión “modernizadora” (que el desarrollismo no podía ni quería trascender) para constituirse en proyectos revolucionarios guiados por valores que trascendían el economicismo capitalista. Entre esos valores estaban el respeto a las propias identidades locales (algo que la expansión europea había enterrado violentamente o manipulado para dividir a las “etnias” oprimidas); el ascenso material y político de las masas populares, a veces asociado a sofisticados proyectos de poder popular; los derechos de las mujeres y las minorías étnicas o nacionales; el principio de la autodeterminación nacional. En sus versiones más radicalizadas el paradigma de la liberación nacional procuró superar la alienación economicista que es consustancial al capitalismo: es decir la construcción del socialismo y la creación del hombre nuevo7.


Marxismo y liberación nacional


En la formulación de los valores de justicia social y poder popular en el seno del paradigma de la liberación nacional jugó un gran papel la influencia del marxismo. También en la definición de “herramientas” y estrategias para la revolución, de un programa para modernizar radicalmente a los paises dependientes y coloniales. Es palpable en ocasiones la referencia al marxismo “clásico”, pero más frecuentemente al leninismo y la III Internacional. En efecto, muchos de los problemas que se plantearon en forma práctica para los movimientos de liberación nacional en la 2ª posguerra, ya habían tenido alguna anticipación intelectual en la obra de Lenin y en los primeros congresos de la Internacional comunista.


Como dijimos al inicio de este artículo, la preocupación fundamental de Marx y Engels estuvo dirigida hacia la revolución socialista en los países industriales. Una preocupación que siguió siendo predominante en la II Internacional, conformada sobre la base de los principales partidos socialistas europeos. El debate más fuerte en su seno se dio entre las corrientes reformistas y las minorías revolucionarias, como es el caso de la fracción bolchevique de la socialdemocracia rusa. Originalmente esas disensiones se suscitaron en función de la realidad metropolitana, y con vistas al protagonismo de sus clases obreras. Pero lentamente comienzan a tratarse los temas del colonialismo y el imperialismo, impuestos por el reparto colonial de fines del siglo XIX. Al principio, el camino a la revolución y el liderazgo obrero de los países industriales no estaban en cuestión; lo que se discutía si ese camino seguiría una vía revolucionaria o reformista. Para las fracciones hegemónicas de la socialdemocracia europea el papel de los pueblos coloniales era, en el mejor de los casos, de espectador; en el peor les cabía aún aguardar el pasaje por una larga etapa de colonialismo “benéfico y socialista”8.


No hay grandes desarrollos teóricos sobre la cuestión nacional, lo que era lógico en una tradición ideológica asentada en fuertes partidos políticos de países con su cuestión nacional “resuelta”. Sólo adquirió más importancia la discusión en los partidos socialdemócratas de los países que luchaban por su independencia (como el polaco) o en socialistas de los imperios multinacionales como el austro –húngaro y el ruso. Justamente, de una de esas “periferias” europeas, el imperio ruso, se elaborará un pensamiento que resalta la importancia estratégica de la cuestión nacional, especialmente en las áreas coloniales del mundo.

Estos aportes eran derivados de la teoría del imperialismo, de la que Lenin daría su versión más conocida. Es el triunfo de la revolución de Octubre lo que permite la difusión del pensamiento de Lenin (hasta entonces representante de una fracción de la socialdemocracia rusa) y la conversión del bolchevismo en la base del naciente movimiento comunista internacional. La teoría del imperialismo, que trataba sobre las transformaciones del capitalismo metropolitano hacia las últimas décadas del siglo XIX (el paso de la etapa de la libre concurrencia a la etapa monopólica), introducía un importante correctivo en el pensamiento marxista en cuanto a las consecuencias de la expansión del capitalismo como sistema mundial. Los fundadores del socialismo científico habían sobreestimado la tendencia uniformadora del capitalismo: su expansión llevaría a una nivelación mundial, es decir al cierre progresivo de las brechas históricas entre las distintas sociedades. Por el contrario, el desarrollo de la nueva civilización reveló desde su inicio una tendencia polarizante, que extremó las asimetrías mundiales; un fenómeno que la nueva teoría quería explicar pero remitiéndola a la etapa más reciente del capitalismo: el imperialismo.


Sobre la base de la división del mundo en regiones dominantes y dominadas, se explicaba el creciente reformismo de las clases obreras metropolitanas, “cómplices” en el botín colonial según la teoría del imperialismo. Los recursos económicos sustraídos a las colonias permitían atenuar las contradicciones de clase en los países imperialistas. Esa era la base estructural del reformismo y de la justificación del colonialismo por parte de la socialdemocracia. La teoría del imperialismo se abría la puerta para una reflexión más sistemática sobre la revolución en los países oprimidos y “atrasados”. Estas cuestiones se suscitaron en sus formulaciones primigenias a partir del estudio sobre la peculiar situación de la Rusia zarista: imperio multinacional y periferia del centro industrialista europeo al mismo tiempo. Una sociedad donde no se daban las condiciones materiales previstas por Marx para la transición al socialismo, y donde no imperaban ni las normas más elementales de la democracia burguesa. Un imperio con una importante proyección asiática; y efectivamente hacia la “tempestad” que se incubaba en Asia es que dirige la mirada Lenin. En un principio, la preocupación sobre la revolución “antiimperialista” estaría centrada sobre el continente asiático, situación que a la nueva Internacional le costará superar. Pero poco a poco numerosos documentos y resoluciones de los primeros congresos de la III Internacional darán cuenta de la relevancia que el comunismo dió a la revolución antiimperialista.


Así empiezan a debatirse cuestiones como cuál era el contenido histórico (económico –social) de la revolución en el mundo colonial; cuáles eran las fuerzas sociales impulsoras y las “alianzas” necesarias; cómo se lograba la dirección del proletariado en la revolución; cuál era el rol de los campesinos; qué tareas debían acometerse en un país “atrasado” donde no se daban las condiciones de desarrollo de las modernas fuerzas productivas; qué papel debía jugar el partido marxista; y cuáles eran las relaciones de la revolución colonial con las clases obreras de los países centrales y su revolución socialista. En referencia a este último punto, es necesario aclarar que los fundadores del movimiento comunista internacional compartían con sus antecesores la certeza de la centralidad (e inevitabilidad) de la revolución socialista metropolitana y del protagonismo de sus clases obreras; ni Lenin ni Trotsky perdieron jamás las esperanzas en una revolución europea. En esta visión, revolución mundial y revolución en los países más importantes se identificaban. Por lo tanto, lo que empieza a discutirse en los primeros congresos de la III Internacional acerca del mundo colonial tiene, desde el principio, una importancia secundaria; identificando a quienes jugarían un rol importante pero auxiliar al mismo tiempo: los pueblos oprimidos.


Aún así, los temas que empezarían a debatirse serían decisivos desde el punto de vista teórico como una aproximación genérica al problema de la revolución colonial. Así aparece por ejemplo la distinción entre países coloniales puros y países semicoloniales. En el mundo periférico, el imperialismo había trabado y deformado el desarrollo capitalista pleno, por lo cual no era la revolución socialista lo que estaba a la orden del día; lo que se planteaba era una revolución democrático –burguesa. En principio, para Lenin esa revolución conducía no al establecimiento de nuevos Estados capitalistas modernos en el mundo colonial, sino a una apertura del “camino” al proletariado nativo: “La dominación extranjera traba el libre desarrollo de las fuerzas económicas. Es por eso que la destrucción de esa dominación es la primera tarea, el primer paso en el camino de la revolución en las colonias y es por eso que la ayuda prestada a la destrucción de la dominación extranjera, en esos países coloniales, no es, en definitiva, una ayuda aportada al movimiento nacionalista de la burguesía indígena, sino la apertura de un camino por el proletariado oprimido mismo”9.


Es decir que, desde el inicio, se pensó en esa revolución burguesa como una etapa “transitoria”. En una aproximación posterior más precisa, en tanto se delineaban las principales tareas de esa revolución (reforma agraria y emancipación del capital extranjero), la nueva definición pasó a ser agraria –antiimperialista. Ésta seguía siendo una etapa previa a la revolución propiamente socialista10. Claro que esas tareas no podían siquiera ser esbozadas sin la fuerza revolucionaria adecuada, sin la movilización del conjunto del pueblo. Allí aparece uno de los principios generales más importantes: la consigna del frente único antiimperialista. Se trataba de la convergencia de distintas fuerzas y clases sociales en la lucha revolucionaria antiimperialista. Los marxistas de países coloniales debían participar en los movimientos nacionales de liberación, incluso cuando los acaudillaran las burguesías locales. Por cierto, en todo momento deberían asegurar la independencia política, ideológica y organizativa del proletariado a través de la construcción del propio partido comunista. No obstante, tenían que establecer una política de alianzas para radicalizar la lucha antiimperialista, aún pese a las vacilaciones de la burguesía. Aquí está, en germen, la idea de que la oposición entre el imperialismo y la nación sometida constituía la contradicción “principal” en el mundo colonial; y por lo tanto la primacía de la lucha de liberación nacional.


Estos planteos generales debían ser verificados y estudiados concretamente por los comunistas de los países coloniales. Sin embargo, la propia estructura del comunismo internacional conspiró contra muchas veces contra esa posibilidad. Partidos comunistas de distintos países actuaron cada vez más en virtud de una lógica global, dictada por las necesidades nacionales del Estado soviético. De esa tensión nunca pudo liberarse el movimiento comunista internacional. Resaltó de manera decisiva la importancia de lo nacional, pero al estructurarse de manera férrea y vertical como un movimiento para la revolución mundial, que se daba una estrategia global (en la que, lógicamente, las particularidades nacionales tendían a disolverse) y que respondía a un centro único, lo nacional nuevamente asumía un rol subordinado. Más adelante, cuando con el ascenso stalinista en la URSS la Internacional empezó a caer cada vez más en la órbita de los intereses diplomáticos del nuevo Estado, esa situación se cristalizó definitivamente. La teoría de la revolución socialista mundial fue reemplazada por la teoría del socialismo en un solo país. Es decir, por el abandono doctrinario de las perspectivas de una levantamiento global próximo.

Esta situación fue fuertemente criticada por las corrientes disidentes del comunismo “oficial”, principalmente por la tendencia que respondía al más importante de los nuevos “herejes”: León Trotsky. La teoría del socialismo en un solo país reflejaba los cambios conservadores ocurridos en el seno de la URSS, y traía aparejada una subestimación de la cuestión nacional11. Pero también nacía de la amarga certidumbre: la revolución socialista metropolitana no se producía, o al menos se “retrasaba”. Y de allí la necesidad de construir la nueva sociedad con los elementos materiales que el atraso secular, la guerra y la crisis dejaban como herencia al nuevo Estado. Aparecía imbricada en la tarea de la construcción del socialismo, la dimensión modernizadora que debía tener la revolución en un país atrasado para superar la brecha que la separaba de los países más avanzados12. La hostilidad de los países imperialistas hacia el Estado soviético confería urgencia y dramatismo a la modernización “socialista”. Sin una industria moderna y medios militares adecuados, ¿podría defenderse?


La necesidad de superar el atraso, incluía el peligro cierto de que esa dimensión modernizadora desdibujara finalmente el horizonte emancipador que debía tener la experiencia socialista. Cabe aclarar que estas “opciones” se tomaron en un marco histórico de presión y hostilidad de los países capitalistas a la URSS, no en una situación ideal de fraternidad entre los pueblos y las naciones. Finalmente, conservadurismo interno y repliegue de la idea de la revolución mundial en lo internacional, se conjugaron para consolidar una nueva “ortodoxia” en el comunismo oficial y limitar sus potencialidades revolucionarias. Se impuso, como en la II Internacional, la idea de un camino único a la revolución, que pasaba por el norte de la lealtad al centro soviético donde se construía el socialismo. En 1943, a pocos años de que estallase de manera decisiva una nueva etapa de la rebelión del mundo colonial, Stalin disuelve finalmente la III Internacional en su política de alianzas con las principales potencias capitalistas; esta tradición parecía eclipsarse justamente cuando la potencialidad de la revolución tercermundista se tornaba actualidad.

La evolución política y doctrinaria del movimiento dirigido desde la URSS, no implicó la desaparición total de los aportes ideológicos de los primeros años. En primer lugar hay que señalar la obra de León Trotsky, que proporciona una de las primeras críticas a ese viraje, relacionando las transformaciones “burocráticas” del régimen político de la URSS con las orientaciones que propugnaba del comunismo internacional. También, a partir del triunfo de la Revolución China en 1949, comienzan a difundirse el pensamiento de Mao Tse Tung. Hasta a ruptura chino /soviética los aportes de Mao se integraron en la línea oficial del comunismo. Luego dieron base la nuevas corrientes heréticas, denominadas “maoístas” La tradición trotskista y la tradición maoísta, separadas y competitivas entre sí, aportaban nuevas reflexiones sobre la cuestión nacional; aunque con la desaparición física de Trotsky las corrientes inspiradas en él se tornaran mayormente de un internacionalismo exacerbado que conducía, una vez más, a una nueva subestimación de lo nacional.


Recapitulando, la discusión marxista, sobre todo a partir de 1917, anticipaba problemas con los que se iban a topar los movimientos de liberación nacional del siglo XX, y se convertía en una posible influencia para sus dirigencias. Por supuesto, esta influencia no siempre fue aceptada, y a veces incluso fue combatida, por las alas derechas de los movimientos de liberación o por sus jefaturas burguesas. En el paradigma de la liberación nacional cabían muchas variantes, y los historia cultural de cada país no siempre era fácilmente sintetizable con la idea del socialismo metropolitano. En otros casos, se construyeron fórmulas originales que buscaban justamente esa síntesis entre socialismo y tradición; tal es el caso de por ejemplo el socialismo africano, nacido del proceso de descolonización. Así la inspiración ideológica del socialismo se combinaba en variables dosis con la experiencia histórica y la tradición cultural de los pueblos oprimidos en nuevas síntesis que buscaban una mayor “autenticidad”, a costa frecuentemente de la rigurosidad de la doctrina original. Se trataba de fórmulas más elásticas en las cuales se diluía la profundidad filosófica del marxismo, pero que reflejaban en cierta medida la variedad del mundo colonial y la necesidad de fundar un horizonte socialista en una tradición (y una situación económico –social) que no era la del industrialismo metropolitano. Así, en el socialismo africano las tradiciones comunitarias de ese continente (pre –industriales) eran vistas como la base de una nueva sociedad igualitaria13. Por otra parte, ¿acaso el Marx maduro no había abierto una puerta en esa dirección al reflexionar sobre la posibilidad de una transición directa del mir ruso (la comunidad campesina) al socialismo? También José Carlos Mariátegui había pensado en las comunidades indígenas del Perú, donde pervivían en resistencia las tradiciones comunitarias andinas, como base del socialismo peruano.


Todo esto nos indica que la influencia del marxismo en la elaboración del paradigma de la libración nacional no efue unívoca ni se identificaba necesariamente con la adopción de la línea comunista oficial. Rechazado en las alas derechas de los movimientos de liberación nacional, el marxismo anclaba en sus alas radicales, también en partidos comunistas que como el chino se decidían a privilegiar una estrategia nacional, y en intelectuales o grupos ideológicos. Era un amplio arco que iba desde quienes evidenciaban una mayor fidelidad a los “clásicos” o al materialismo dialéctico, hasta quienes pretendían fundar un socialismo específicamente tercermundista. El común denominador es un fuerte anclaje en lo nacional y una variable fusión con las tradiciones culturales locales.


Aquí se abren nuevas dimensiones: en primer lugar una crítica al socialismo metropolitano y al sovietismo que podía ser visto, incluso, como una variante más del colonialismo; en segundo lugar, el reemplazo de la teoría de la revolución socialista mundial por la idea de caminos nacionales al socialismo que no debe ser confundida con el “socialismo en un solo país”, sino que se refiere a la posibilidad de que cada país avance en forma propia al socialismo en medio de la revolución antiimperialista. La idea de caminos nacionales al socialismo no era totalmente ajeno al comunismo oficial, y en sus “bordes” (por ejemplo desde marxistas de Europa Oriental) se escribió en la década de 1950 sobre esta posibilidad, pero es indudable que el corolario lógico de esta idea llevaba a una fuerte crítica al comunismo soviético.


El paradigma de la liberación nacional terminó de eclosionar en la segunda posguerra a la luz de la revolución en China, la independencia de la India, la guerra de liberación en Vietnam, la descolonización africana, los movimientos nacional-populares y revolucionarios en Latinoamérica (muy especialmente la Revolución Cubana), el movimiento de no alineados y el Tercer Mundo. En ese mismo período, los movimientos de liberación nacional enfrentaron el corset geopolítico de la “Guerra Fría”. Estados Unidos, como principal potencia imperialista, procuró establecer un escenario internacional en el cual la búsqueda de la autodeterminación de los pueblos era una manifestación encubierta de “comunismo” y de “infiltración soviética”. Nociones como el tercerismo y el no alineamiento buscaron eludir esa trampa, no siempre con éxito. Las variantes más esclarecidas de los socialismos nacionales no renunciaban al anticapitalismo, pero quisieron establecer su autonomía frente a la URSS. La confrontación global de la “Guerra Fría” recortó esas posibilidades. La Revolución Cubana logró afirmar un fuerte ideal de independencia nacional, pero al mismo tiempo se vió obligada a asumir compromisos con su aliado soviético.


La Guerra Fría y los gravosos esfuerzos de los países coloniales para superar el “atraso” condicionaron severamente el despliegue real del paradigma de la liberación nacional. Los territorios que las elites revolucionarias imaginaron como escenario de florecimiento de nuevas relaciones sociales más igualitarias, fueron muchas veces asolados por golpes de Estado, intervenciones militares extranjeras, guerras civiles, e incluso enfrentamientos entre los propios movimientos revolucionarios. El desafío concreto y brutal de la contrainsurgencia enervó a muchos movimientos revolucionarios, como en Centroamérica, llevando a una violencia en gran escala que laceró gravemente los tejidos sociales y, en los hechos, inhibió o incluso desnaturalizó los objetivos revolucionarios. Asimismo en los países donde los movimientos de liberación nacional lograron imponerse se suscitó también el dilema que atormentó a la generación bolchevique: los sacrificios de la modernización económica se devoraban al ideal igualitarista.


Entre las décadas de 1970 y 1980 esos desafíos parecieron ser infranquebles en casi todos los casos. El proceso de trasnacionalización de la economía capitalista, que dió en llamarse globalización, terminó por devaluar severamente los avances en la contrucción de espacios económicos autocentrados. La desintegración del bloque soviético y la disolución de la URSS restaron sustento a los partidos comunistas de todo el mundo. Solo los experimentos más fuertes, como la China posrrevolucionaria, pudieron capear con relativo éxito los nuevos desafíos, aunque a costa del abandono de lo más radical del proyecto comunista maoísta. En el caso de Cuba operaron eficientemente factores ideológicos para sostener el régimen político y social. Las debilidades e inconsistencia económicas fueron en ese momento (y en las décadas subsiguientes también) muy evidentes. Es decir, algo que comprendía cabalmente la propia sociedad pues la precariedad e inestabilidad resultaban omnipresentes. La decisión de sostener la primacía de la autodeterminación nacional y el ideal igualitarista aún en la pobreza material controlaron la desintegración social y a las fuerzas centrífugas que frustaron dramáticamente otras experiencias revolucionarias. Sin duda, fue una muestra de la capacidad de resistencia del régimen posrrevolucionario cubano.


Al cabo del vendaval una nueva etapa histórica amanece. La trasnacionalización y mundialización del capital continúa, pero se asiste al ascenso de nuevas experiencias autocentradas exitosas, no autárquicas ni aisladas, sino en el complejo y azaroso marco de convergencia internacional que puede llamarse “multipolaridad”. Aunque el peso del más importante actor imperialista aparece menguado, no ha cesado el peligro de un enfrentamiento geopolítico a gran escala, una suerte de nueva “Guerra Fría”. La perspectiva de un frente común ante el imperialismo es necesariamente más compleja, pues el fenómeno de la multipolaridad engloba regímenes políticos muy distintos y aún contrastantes. En ese marco reaparecen las viejas preguntas del paradigma de la liberación nacional: cómo sostener la autodeterminación de la nación, cómo asegurar el desarrollo, la modernización y una mayor prosperidad, cómo alcanzar la justicia social y la soberanía popular. Es decir, cómo construir una nueva sociedad.


Germán Ibañez

1 Samir Amin: Los desafíos de la mundialización; México; Siglo XXI; 1997; p. 242

2 Eric Hobsbawmn: Historia del siglo XX; Barcelona; Crítica; 1995

3 Ver James Petras: “La globalización: un análisis crítico”, en VVAA: Globalización, imperialismo y clase social; Buenos Aires; Editorial Lumen; 2001; p. 41

4 Eric Hobsbawmn: Historia del siglo XX; op. cit.; p. 207

5 Ibíd.; p. 352

6 El caso de Europa oriental es particular, pues su estatuto fue “decidido” de manera no soberana sino imperial, en el viejo sentido de la expresión, en una serie de cónclaves en los que participó la URSS junto a las principales potencias capitalistas. Pero aún allí se intentaron vías nacionales, cuyo ejemplo más paradigmático fue la Yugoeslavia de Tito.

7 Sin la herencia de ese intento, difícilmente podría explicarse la pervivencia del proyecto socialista en Cuba, después de la caída de la URSS y a pocos kilómetros de los EEUU.

8 Tales eran las posiciones sostenidas por ejemplo por el delegado holandés Van Kol, en el congreso de Ámsterdam de 1904. Posiciones que estaban lejos de ser voces aisladas.

9 2º congreso de la III Internacional, citado en Norberto Galasso: Socialismo y cuestión nacional; Buenos Aires; Homo Sapiens editores; 2001; p. 61

10 Manuel Caballero: La Internacional Comunista y la revolución latinoamericana 1919 -1943; Caracas; Nueva Sociedad; 1987; p. 142

11 Ver Norberto Galasso: Socialismo y cuestión nacional; Rosario; op. cit.; pp. 64 -66

12 Samir Amin: Los desafíos de la mundialización; op. cit.; p. 284

13 Tom Mboya; Libertad y Futuro; Barcelona; Ariel; 1963; p. 190

martes, 14 de septiembre de 2021

Germán Ibáñez: Roca, Rosas y la cuestión indígena

Germán Ibáñez: Roca, Rosas y la cuestión indígena: Por Santiago Asorey El historiador Germán Ibáñez, ex Rector Organizador del IUNMa, y actualmente docente en Historia Argentina de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, conversó con AGENCIA PACO URONDO sobre sobre las figuras históricas de Julio Argentino Roca y Juan Manuel de Rosas. Además, ahondó en los debates del revisionismo y analizó aspectos de la obra de Jorge Abelardo Ramos.

miércoles, 22 de enero de 2020

Lenin, el pueblo y la autodeterminación nacional


A lo largo del siglo XX se constituyó con fuerza el paradigma de la liberación nacional como respuesta histórica de los pueblos de las periferias a los desafíos suscitados por las crisis de la dominación imperialista. La construcción de la nación a través de la movilización de las masas populares fue el eje central. Movimientos nacionales, partidos antiimperialistas, revueltas populares, corrientes de izquierda, líderes de masas, intelectuales revolucionarios, fueron expresiones de ese complejo y heterogéneo horizonte de la liberación nacional. Entre las referencias ineludibles de ese proceso se ubicó la experiencia de la Revolución Rusa de 1917 y la obra político-intelectual de Lenin. Por cierto, existieron expresiones no marxistas, y en ocasiones abiertamente anticomunistas, del paradigma de la liberación nacional. Diversos idearios nacionalistas se desarrollaron en estrecha vinculación con los movimientos concretos de cada región o país, sin vinculación en apariencia con las tesis marxistas, o a veces en contrapunto polémico con algunas de ellas. Otras veces desde los mismos movimientos nacionalistas se generaron fracciones de izquierda, como fue frecuente en Latinoamérica, especialmente después de la Revolución Cubana. El fenómeno de la Guerra Fría en la segunda mitad del siglo XX y los dispositivos contrainsurgentes instrumentados contra la rebelión de los pueblos contribuyeron a nublar las raíces comunes (la crisis del ordenamiento imperial del mundo) del proceso revolucionario ruso de los años 1905-1917 y las revoluciones de las periferias (luego llamadas tercermundistas). Asimismo, corrientes izquierdistas de todo el mundo tendieron a acentuar el ideario internacionalista y anti burgués que se asociaba a la Revolución Rusa, desestimando la centralidad que la problemática de la autodeterminación nacional y la formación de vastas coaliciones populares tuvieron de hecho en el amplio arco de la revolución anticolonial. Por todo ello, puede resultar útil reseñar brevemente algunos puntos relevantes del pensamiento de Lenin acerca de la “revolución nacional” y la constitución del sujeto “pueblo”.
Entre 1905 y 1917 Lenin desarrolla muchos puntos de un pensamiento vinculado a la revolución en los países “atrasados” y más concretamente con la cuestión de la autodeterminación nacional. Para ello debemos ubicar a Lenin como socialista de un “imperio”, la Rusia de los zares, que sin embargo es periférico respecto de los centros capitalistas de Europa. Por ello, le preocupará especialmente los condicionamientos negativos que, según entiende, suponen tanto el escaso y desigual desarrollo industrial-capitalista como la dominación autocrática zarista. También adquirirá suma relevancia a sus ojos la opresión de “minorías nacionales” por parte de la autocracia.  Reflexionará sobre estas cuestiones tanto a la luz de la propia experiencia, especialmente la Revolución de 1905, sin la cual no se entiende el desarrollo peculiar de la socialdemocracia rusa en sus diversas vertientes, como de la aparición de escritos críticos sobre el “imperialismo” (como el trabajo del británico Hobson). Pueden advertirse dos desafíos centrales en la concepción que desarrolla de la autodeterminación nacional: 1) la superación del atraso interno y 2) el anticolonialismo.

La caracterización y las tareas de la revolución en condiciones de atraso socio-económico

El atraso económico se definía por las insuficiencias del desarrollo capitalista, en perspectiva comparativa con los centros industriales. Este fenómeno era claramente percibido por los socialistas del imperio ruso a principios del siglo XX. Dejamos por ahora de lado las discusiones acerca de cómo y por qué la transformación capitalista a escala mundial generaba desarrollo en un polo y atraso en el otro. En el plano que nos interesa comentar, importa señalar que para Lenin una revolución se define por las tareas que debe encarar. Allí donde no existen las “condiciones” que Marx había postulado necesarias para la transformación socialista, la naturaleza de las tareas era democrático-burguesa. Nos referimos a cuestiones como la reforma agraria, la remoción de trabas precapitalistas a la expansión industrial, la modernización y democratización del Estado, la independencia nacional.
Lenin advierte que esta revolución es, sociológicamente, burguesa[i]. Pero su grado de profundidad y su radicalidad está en relación directa con el grado de participación autónoma del factor popular[ii]. En ese sentido es una revolución democrática y popular, como la caracterizarán los comunistas chinos décadas después[iii]. En la era del imperialismo ya no puede contarse con un protagonismo burgués absoluto. Sin embargo, la burguesía periférica existe y no podía obviarse. Los trabajadores por tanto deben participar de la revolución democrática, asegurando su carácter popular y su progresividad histórica, y no aislarse de los procesos políticos concretos con pretextos “antiburgueses”. Claro que en su movilización es menester procurar la conquista de su autonomía como clase y disputar la hegemonía a la burguesía, aliado al que hay que vigilar “como a un enemigo”[iv].
En la lectura de los años previos a la Revolución de 1917 se trataba entonces de impulsar una revolución popular con hegemonía de la clase obrera; el objetivo era establecer un nuevo régimen político, una democracia revolucionaria, bajo la cual, se advertía, continuaban imperando las condiciones de una economía capitalista. Es un rumbo que solo podía sostenerse en una articulación policlasista como base social, verificable también en la composición gubernamental compleja de una democracia revolucionaria. Allí está la noción de pueblo de Lenin, que se refiere a la articulación de clases. Es “pueblo” la clase obrera, los campesinos, los sectores medios (urbanos y rurales)[v]. Como base social de un régimen político de nuevo tipo, el pueblo altera la composición de clase del viejo Estado; la democracia popular ya no un es un simple Estado burgués, sino que debe ser juzgada como etapa en el camino de una más profunda transformación socialista.
El protagonismo popular en la revolución democrática estaba por otra parte dictada por la “incapacidad” de la burguesía periférica de llevar hasta el fin la lucha contra el “antiguo régimen”. En todo caso, la burguesía impulsaría el proceso solo hasta el punto en que alcanza su preeminencia societaria. Queda latente en este planteo la posibilidad de una “revolución interrumpida”. Por el contrario, la estrategia para alcanzar la hegemonía popular era la plena participación de las masas en la lucha nacional y democrática. La “deserción” de los socialistas de esas luchas, con cualquier pretexto anti burgués o sectario, no protegería la pureza de la clase obrera, sino que inhibiría su ascenso hegemónico. Que la revolución democrática y popular fuera sociológicamente burguesa no podía ser una excusa, pues solo la participación popular permitiría crear condiciones para ir más allá. Es decir, no existía horizonte socialista al margen de la participación popular en los amplios movimientos nacionales y democráticos.

La revolución anticolonial y los movimientos nacionales de las periferias

Lenin proyecta su mirada más allá de los límites de la patria rusa y de las formaciones nacionales, sobre la base de que el capitalismo es un sistema mundial imperialista. De acuerdo a su influyente escrito, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, con las transformaciones económicas de las últimas décadas del siglo XIX, el mundo se ha dividido en países opresores y países oprimidos, A Lenin le interesa sobre todo sopesar con claridad los cambios principalmente en las economías metropolitanas, pues de ese modo busca explicarse el creciente conservadurismo de las clases obreras europeas a comienzos del siglo XX. En todo caso, la explotación de la fuerza de trabajo de las regiones coloniales y de sus ingentes recursos y riquezas, permiten “atenuar” las contradicciones de clase internas a las formaciones sociales metropolitanas y generan la aparición de una suerte de “aristocracia obrera” que logra sortear la sobreexplotación típica de la época previa, de ascenso de la civilización industrial. La explotación colonial es, por tanto, la base material del reformismo metropolitano y de su democracia.
Para la actualización de la lucha revolucionaria no había por ello otro camino que avanzar en medio de las crisis imperialistas (que Lenin consideraba inmanentes al sistema, con su secuela de guerras y conmociones sociales). Es, claramente, la generalización del análisis que Marx había hecho sobre la lucha revolucionaria irlandesa y la perspectiva socialista en Inglaterra en la década de 1870: solo la “emancipación” de la colonia genera condiciones para la lucha revolucionaria en la metrópoli. Aunque concentrado en la perspectiva de una revolución socialista metropolitana, Lenin abre una vía de reflexión sobre el movimiento anticolonial de las periferias. Línea de pensamiento estratégica que se ahondará luego de 1917, y que en realidad será lo más influyente del leninismo entre los movimientos revolucionarios de Asia, África y América Latina en las décadas subsiguientes. La expresión “la cadena se rompe por el eslabón más débil” quedará como una sumarísima síntesis del punto de partida de su mirada sobre la revolución anti imperialista.  
De especial importancia es su escrito El derecho de las naciones a la autodeterminación (1914). Allí avanza en su caracterización de los movimientos nacionales, como vectores de la transformación capitalista y la fundación de Estados modernos. Hay dos dimensiones en el despliegue de los movimientos nacionales. Una dimensión es la económica, que coincide con el proceso de transformación capitalista nacional y remoción de las trabas remanentes de viejas relaciones sociales. En este plano el movimiento nacional es el camino al desarrollo de un capitalismo nacional. No hay otro; el capitalismo nacional no se genera “espontáneamente” en las periferias ni es el resultado del interés inmediato de las burguesías coloniales. Se asocia a vastos ciclos de movilización popular y conmoción social. La otra dimensión es cultural: el movimiento nacional se vincula también al alcance de una lengua común, que asegure la comunicación y entendimiento entre los sujetos. En cierto modo, destaca la cuestión lingüística dentro de una trama cultural mayor[vi].
Aunque estos factores eran elementos fundamentales del proceso nacionalitario, éste no podía asegurarse sino desde una voluntad política. El concepto de autodeterminación alcanza su plenitud a través de la política, de la acción consciente de fuerzas sociales y dirigencias. El apoyo decidido a la autodeterminación debe ser el eje de la causa popular, y los socialistas no pueden escindirse de él. Si la burguesía local apoya o dirige al movimiento nacional, eso no puede ser motivo para que los socialistas se nieguen a apoyarlo: “En el nacionalismo burgués de cualquier nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión y a este contenido le prestamos un apoyo incondicional”[vii].
La importancia de la cuestión nacional no hará sino crecer, y Lenin señalará reiteradamente que es la clave revolucionaria: “En Oriente, Asia y África, este movimiento pertenece al porvenir”. La liberación nacional, como la revolución democrática, se desplegaba sobre una historia caracterizada por la expansión capitalista, pero no se congelaba allí. Lenin no pensaba que la revolución anticolonial fuera a producir nuevas versiones de cristalizados regímenes burgueses a imagen y semejanza de las metrópolis. Por el contrario, se avanzaría hacia otro tipo de formas sociales. Se trataba, más que de la estabilización de las burguesías coloniales, de “abrir un camino propio” a los trabajadores.  
Ese era el contenido esencial del movimiento de liberación nacional, cuyas formas exteriores no podían ser sino tan variadas como la vida histórica de las diferentes sociedades. Lenin advierte esto, y por eso afirma que por su contenido es revolucionario, aunque las formas exteriores fueran reformistas o burguesas. Cualquier prescindencia de los socialistas con respecto al movimiento nacional por el hecho de que este se manifestara con formas exteriores burguesas, constituía un grave error. En Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación, Lenin estudia estos problemas en relación al caso irlandés. Allí pasa revista a variadísimos episodios y formas de lucha que no ofrecen la imagen prístina de un enfrentamiento de una clase frente a otra. Por el contrario, las diversas formas de lucha, los encuadramientos organizativos, las distintas clases sociales participantes, se integran y forman parte de una revolución social compleja; es imposible pensar en un alineamiento puramente clasista de los sujetos, claramente delimitados entre sí. Todos los procesos nacional-populares son contradictorios y polifacéticos: “Quien espera una revolución social ‘pura’ no llegará a verla jamás”[viii].
En 1917 se introducirán nuevos elementos, pues a partir del derrumbe del zarismo y del desencadenamiento de un nuevo ciclo revolucionario popular en Rusia, Lenin se pronuncia por una caracterización socialista de la revolución (Tesis de Abril). Considerará irremisible el derrumbe del régimen burgués y factible asentar un nuevo sistema en las formas de poder popular que parecían desplegarse en los concejos obreros y campesinos. La emergencia de formas de poder popular por un lado y la desarticulación política de la burguesía rusa por el otro lo indujeron en lo inmediato a un excesivo optimismo en cuanto a la posibilidad de avanzar rápidamente al socialismo y en la extensión geográfica de la estela de la revolución al menos a Europa occidental. Por ello revisará en parte sus formulaciones anteriores, postulando que la forma específica del régimen revolucionario que amanecía en Rusia (el “poder soviético”) y la contingente estructura organizativa madurada en la lucha contra el zarismo (el “bolchevismo”, ahora denominado partido comunista) eran rápidamente generalizables. En todo caso, los revolucionarios de cada región deberían indagar acerca de sus concreciones nacionales.
La esperanza de una revolución socialista extendida a Occidente en plazo fulminante y de una también veloz construcción nacional del socialismo se revelará infundada. Lenin llegó a percibir esas dificultades, revisando una vez más sus diagnósticos y promoviendo readecuaciones importantes. Prestó nueva atención al movimiento antiimperialista que podía generarse en Asia, revalorizando la revolución anticolonial como eje fundamental de la era de masas contemporánea. No revisó su rígida confianza en el modelo bolchevique como matriz de organización revolucionaria generalizable a otras experiencias nacionales, aunque desarrolló una serie de polémicas con lo que entendía constituía una imitación infantil o una desviación “izquierdista”. Más significativa fue su propuesta de mantener y ampliar la alianza “nacional-popular”, por un plazo largo. Defendió la articulación de la economía capitalista urbana con el mundo campesino, con una realidad policlasista de trabajadores sin tierra, de medianos campesinos y aún de propietarios acomodados. Eso estuvo en la base de la Nueva Política Económica. No se trataba de “ir más despacio” en la vía del socialismo, sino de una revisión más profunda: ir en otra dirección a lo que se había hecho hasta entonces, en el clímax de la guerra civil y de las esperanzas revolucionarias. Asentar un nuevo rumbo, azaroso sin duda, en una coalición nacional-popular, y mantenerlo por un plazo prolongado.

Germán Ibañez


[i] Wolfgang Küttler: “Sobre el concepto de revolución burguesa y revolución democrático burguesa en Lenin”, en Manfred Kossok y otros: Las revoluciones burguesas; Barcelona; Editorial Crítica; 1983; pp. 225-226
[ii] Vladimir I. Lenin: “Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática”; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1986
[iii] Samir Amin: La Revolución de Octubre cien años después; Madrid; El Viejo Topo; 2017; p. 17
[iv] Vladimir I. Lenin: “Dos tácticas…”; op. cit.; p. 105
[v] Ibíd.; p. 63
[vi] Vladimir I. Lenin: “El derecho de las naciones a la autodeterminación”, en La política nacional y el internacionalismo proletario; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1974; p. 9
[vii] Ibíd.; p. 30
[viii] Vladimir I. Lenin: “Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación”, en La política nacional…; op. cit.; p. 146

domingo, 12 de enero de 2020

Profundizar el debate


Se acepta comúnmente que el mejor despliegue de los procesos políticos populares exige la “profundización del debate”, aunque lógicamente pueda haber discrepancias en cuanto a sus contenidos concretos, modalidades y oportunidad. A veces se entiende como una discusión interna al propio movimiento popular, caracterizando tareas y problemas, definiendo prioridades, señalando inconsistencias o errores. Pero la profundización del debate incluye también la crítica a la configuración cultural dominante, al campo antagónico al movimiento nacional-popular. En ese plano, profundizar el debate es parte de la batalla cultural o la construcción de hegemonía sobre el conjunto del bloque social. Esto último parece lo prioritario en momentos como los actuales, puesto que no puede presumirse que la oligarquía esté derrotada.
Lo que ha sido derrotada es una administración gubernamental particularmente funesta, encarnada en Mauricio Macri; pero las bases del bloque dominante permanecen sólidas. Por el contrario, las bases sociales del proyecto nacional-popular vienen de una etapa de disgregación caracterizada por la desindustrialización, el crecimiento de la pobreza y el desempleo, el endeudamiento, la destrucción del sistema de ciencia y tecnología, y otros problemas igualmente gravosos. Asimismo, el contexto regional y global presenta complicaciones, con gobiernos de derecha enseñoreados en varios países latinoamericanos y con la eventualidad de un recrudecimiento del conflicto en Medio Oriente merced a la agresión imperialista de EEUU.
En atención a estas cuestiones, profundizar el debate tiene que ver con el análisis y la crítica a las derechas locales, regionales y globales, a sus estrategias destituyentes, a la construcción de sentidos conservadores que promueven, a sus bases de sustentación (que van mucho más allá de los partidos y referentes visibles). Es necesario ver todo esto en sus manifestaciones contemporáneas, pero también en sus raíces históricas. En nuestro país, la eficacia pasada de la propuesta neoliberal, pretendidamente moderna y “sin compromisos” con el pasado, se asentó en realidad sobre una trama cultural de larga data, construida en prolongados ciclos de luchas de clases y enfrentamientos políticos.
En esa puja secular, los ideólogos del bloque oligárquico elaboraron la idea de la barbarie del otro. Arturo Jauretche y otros pensadores nacionales desmontaron magistralmente esta configuración cultural, pero eso no significó que fuera superada por la sociedad argentina. La palabra “barbarie” puede que no aparezca literalmente pues los más connotados referentes de la derecha neoliberal de hoy parecen preferir un lenguaje más procaz, y en todo caso no pueden alardear de la erudición de los padres fundadores del liberalismo conservador argentino. Pero la idea sigue presente, con nuevas formas. El corazón de la disputa es la negativa del sujeto popular a acomodarse a los sucesivos esquemas de sobreexplotación, marginalidad y subordinación. De allí el “encono” que generó en la oligarquía el primer peronismo, en la medida en que disputó la distribución del excedente económico, la conducción del proyecto nacional-estatal, y sobre todo expresó una ruptura de las formas tradicionales de la deferencia. Esto último generó una herida narcisista en el bloque oligárquico, que no se ha cerrado y que se reactualiza con cada nueva cristalización del proyecto nacional-popular. Como la feroz simplificación del debate forma parte de las estrategias de dominación contemporánea, los operadores mentales del neoliberalismo han comprimido este complejo proceso histórico cultural en la expresión “la grieta”.
Por ello, “salir de la grieta” implica retomar críticamente los términos de una disputa histórica, reconstruir su genealogía, apuntalar la construcción popular que concretamente establece la vía de superación a través de la redistribución progresiva de la riqueza, la construcción de soberanía estatal-nacional, y la democratización del poder. Profundizar el debate significa pues asumir la dimensión histórica del conflicto social y la lucha por el poder, desmontando la construcción de sentido conservadora. Ir más allá de la polémica del día, y construir progresivamente las bases ideales de la hegemonía popular.

Germán Ibañez

domingo, 29 de diciembre de 2019

Entre la ideología y el imaginario


En la Argentina, y de modo más general en toda la región latinoamericana, se verifica hoy una dura disputa entre el neoliberalismo y proyectos posneoliberales (en la expresión de Emir Sader). A esos proyectos posneoliberales podemos llamarlos también nacional-populares, en la medida en que no hay modo de sustentar un rumbo superador del neoliberalismo sin reivindicar mayores grados de autodeterminación para los países y sin variables grados de organización y movilización popular. La lucha política es una escena fundamental, con las formas democráticas e institucionales que mayormente tratan de consolidar los movimientos populares de la región, pero también lamentablemente debe tomarse nota de la creciente recurrencia a la acción directa represiva instrumentada por los bloques oligárquicos, incluyendo la práctica del asesinato político que alcanza el paroxismo en Colombia. En la Argentina, donde el movimiento nacional accede al gobierno a través de procesos de unidad política con liderazgo, parece claro que un escenario fundamental de la disputa se deslizará hacia la llamada “batalla cultural”, con un bloque oligárquico duramente acantonado y que conserva importantes resortes de poder.  
Evidentemente, esa “batalla cultural” no es un episodio único, o algo que comienza súbitamente ahora. Es parte de nuestra historia, un proceso prolongado jalonado de debates y polémicas intelectuales, competencia entre diversas tradiciones de pensamiento, proyectos de educación y comunicación, adaptación del influjo modernizador proveniente de otras partes del mundo, asimilación de la experiencia (propia y ajena), lentísima transformación de los imaginarios nacionales, despliegue de repertorios de prácticas dotadas de un alto valor simbólico. Es la historia cultural del país en su movimiento real, alejada de las imágenes cristalizadas de un patrimonio que sería igualmente compartido y serenamente ponderado por todos y todas los argentinos y argentinas. Es lucha de clases y construcción nacional de la única manera que se ha dado: a través de la disputa de proyectos de país.
Es imposible abarcar íntegramente ese movimiento pues, en última instancia, la trama cultural está presente en toda la vida colectiva. Y además se vincula a tramas mayores, de alcance regional y mundial. Pero puede hacerse algunas precisiones. En el plano de la disputa ideológica, del enfrentamiento entre visiones del mundo que poseen cierta sistematicidad y cuyos agentes intelectuales son conscientes asimismo de la historicidad de la lucha, no presenta ventaja evidente la confusión de posiciones o la búsqueda de un “justo medio”. La lucha contra la configuración cultural oligárquica debe ser llevada adelante hasta el final, desmontando sus núcleos más sólidos. Una cosa es el terreno de la política, que impone alianzas y, a veces, compromisos más o menos gravosos, y otra cosa es la lucha de ideas. La confusión de ambas dimensiones en aras de un consenso imaginario es una manifestación de la configuración cultural oligárquica que encuentra allí una manera de hacer valer su hegemonía. Esta cuestión tampoco tiene que ser confundida con las formas del debate. Profundizar el debate, no es sinónimo de posiciones extremas, rispidez afectada en la polémica, grandilocuencia o búsqueda permanente del antagonismo. Es identificar las contradicciones y buscar vías de superación. Para esta tarea, el movimiento nacional en la Argentina no está precisamente mal provisto. La tradición del pensamiento nacional y de diversas formas del pensamiento crítico es fuerte.
Más insidiosa es la lucha en el profundo campo del imaginario. Allí donde no hay trincheras tan claramente delimitadas, cada una con sus banderas. El prejuicio irracional que se hace carne es una de sus manifestaciones más complejas. El temor y el odio a los otros, la naturalización de la desigualdad. La agresión como “reflejo condicionado”. No sería del todo arbitrario decir que en el imaginario nacional la más dura disputa es en torno a la igualdad. Pero no se trata de la querella entre distintas filosofías de lo social, sino de una lucha cuerpo a cuerpo, a veces directamente con el que está al lado. Aquí se amasa el consentimiento a las más crudas formas de violencia, a la exclusión, a la explotación, que tiene como sostenedores a quienes también son víctimas de las estructuras del privilegio oligárquico. Aquello que parece darse de narices con la Razón y con todas las conquistas democráticas de la modernidad, e incluso de los propios avances de lo nacional-popular, tiene empero carácter de clara evidencia para muchos: el otro es diferente, peor e inferior. En ese terreno empieza la lucha por la legitimación de la política social, del rol del Estado, de la reparación colectiva, en suma: de la justicia social.
En el plano de la disputa ideológica del más alto nivel, la sistematicidad, la continuidad de proyectos educativos, científicos e intelectuales, la rigurosidad conceptual, parecen los ejes fundamentales. En el plano de la disputa por el imaginario lo anterior sigue siendo de la máxima relevancia, pero también el entramado organizativo territorial y sindical, la convivencia cotidiana, el diálogo, la riqueza de los vasos comunicantes entre las culturas militantes y las amplias culturas populares. La comunicación popular puede ser un articulador de esos planos de la trama cultural. Tanto en los contenidos que comparte y construye como en enraizamiento local, en cercanía con los sujetos sociales. Pese a las urgencias, es una tarea de largo plazo, que en todo caso se da en la inmediatez del día a día mientras se proyecta en una historicidad posible, la de la liberación. Acá no se corta el nudo gordiano de un solo tajo, hay que desanudarlo trabajosamente entre todos y todas.

Germán Ibañez

martes, 17 de diciembre de 2019

John William Cooke: una política para la construcción nacional, una política para la revolución


En la intensa vida política de John William Cooke, pueden advertirse etapas relacionadas con los contextos en los que actuó, pero también un hilo conductor que vincula la construcción de la Nación con la revolución. Por esto último, puede parecer arbitrario disociar la construcción de un proyecto nacional de una política revolucionaria. En efecto, toda revolución supone una construcción, aunque frecuentemente precedida de una fase de desintegración del viejo orden (de su régimen político, de sus estructuras de privilegio, de sus configuraciones culturales cristalizadas). La división entre una política para la construcción nacional y una política para la revolución es, por tanto, meramente analítica, para señalar énfasis diferenciados en dos momentos de la trayectoria de Cooke: la etapa del primer peronismo, y la etapa que se abre con la “resistencia”.
Cuando hablamos de revolución también se imponen algunas aclaraciones. Tempranamente, ya en su rol de diputado peronista a partir de 1946, John William Cooke empieza a concebir la política desplegada por el movimiento nacional como una revolución. En su concepción, se trataba de una revolución nacional, por la autodeterminación. Puede advertirse la defensa de esta concepción tanto en varias de sus intervenciones parlamentarias, como luego en artículos aparecidos en la publicación que dirigirá en los años ’50: De Frente. La caracterización de la revolución como nacional no significaba que se circunscribiera solo a la Argentina; John William Cooke consideraba que la política peronista podía convertirse en un ejemplo para Latinoamérica. Hablaba por lo tanto, de una revolución desde Argentina para la región. Clarísimamente la revolución nacional tenía un componente social, evidenciado en la primacía que el peronismo concedía al principio de la justicia social. Será el contenido social de la revolución una de las cuestiones primordiales que Cooke profundizará en una nueva etapa de su trayecto político e intelectual, a partir del derrocamiento de Perón y el inicio de la “resistencia”, y también del influjo poderoso de la Revolución Cubana de 1959. Cooke comenzará a postular entonces la necesidad de una revolución social que vaya más allá del capitalismo. Ahora piensa esa revolución desde Argentina y desde Cuba, para todo el continente. El elemento común que une estas dos etapas es la convicción de Cooke de que la unión latinoamericana es siempre una tarea de la política. No desdeñaba las consideraciones económicas (que siempre estudió) ni tampoco la importancia de los factores histórico-culturales, como los que sopesó Juan José Hernández Arregui en Qué es el ser nacional; pero John William Cooke claramente vinculaba la unión a una voluntad política revolucionaria, con organización popular y liderazgo.
Ahora, deteniéndonos un poco más en la etapa del primer peronismo (1945-55), podemos identificar ciertos factores resaltados en la política para la construcción nacional que esboza Cooke. Como diputado, participa de una trama institucional que es la de un Estado representativo, cuestión que no cambia con la reforma constitucional de 1949. Estado, democracia y liderazgo son factores dinámicos que Cooke pondera por entonces para pensar el despliegue del proyecto de construcción nacional con justicia social. La valoración de la democracia y el pluralismo, así como de los debates internos al movimiento nacional, son resaltados explícitamente por Cooke En el Parlamento, Cooke había hecho gala de su criterio independiente, aun siendo uno de los principales oradores del peronismo, y en todo caso, la fundamentación económica, historiográfica y cultural de muchas de sus alocuciones es notable. El Estado de régimen democrático es entonces el mejor escenario que concibe para el desarrollo del proyecto nacional. Pero también piensa en la sociedad civil, en la “opinión”. La publicación que dirigirá luego de dejar la Cámara de Diputados, De Frente, es claramente oficialista pero conservando una perspectiva independiente y reflejando también la visión de la oposición. La dimensión de la comunicación es central para Cooke, con un diseño moderno para su publicación y en todo caso una mirada diferente a la del también oficialista diario Democracia, más vertical con la orientación política gubernamental. El otro factor esencial es el liderazgo. Cooke no solo adhiere a Perón, sino que advierte que sin un claro liderazgo no hay grandes posibilidades de consolidar un rumbo nacional-popular. No confunde por eso mismo, los rasgos exteriores del personalismo, con la dimensión sociohistórica del liderazgo. En cambio, sí se preocupa por polemizar con aquellos sectores que comienza a visualizar como una burocracia adosada al personalismo, y por lo tanto pobre intérprete de la dimensión profunda del liderazgo gubernamental.
John William Cooke demuestra en ese período una formación ideológica heterodoxa, pero que se vertebra alrededor de un eje central: el peronismo como nacionalismo popular. En ese sentido, se mueve dentro de las coordenadas generales del movimiento nacional de entonces, con una solvencia intelectual notable y un compromiso con el debate interno y el pluralismo superior al promedio.
En general, la etapa de la biografía política e intelectual de John William Cooke más visitada es la que se inicia en 1955. Está marcada, de alguna manera, por el tránsito de la “resistencia peronista” a una nueva concepción de la revolución. Una política para la revolución. Elaborada en la militancia, en la lucha política, en la escritura constante, en la actividad abierta como en la cárcel o en la clandestinidad. Y con el influjo del proceso revolucionario cubano, al que Cooke adherirá sin retaceos y lo marcará profundamente. Algunas claves fundamentales en su concepción política de esta etapa: protagonismo de las masas populares, organización revolucionaria, liderazgo. Desplazado violentamente del Estado, el dinamismo del movimiento nacional para Cooke pasa a estar en la movilización de las masas populares. Concibe progresivamente la idea de un frente de clases revolucionario, con la centralidad de la clase obrera pero aglutinando a otros sectores, Y, cada vez más, descree de la posibilidad de replicar la convergencia de los años 1940 con la burguesía. Aun cuando pondera en todo momento la creatividad de las masas y el potencial que anida en la miríada de acciones colectivas, progresivamente insiste cada vez más en la necesidad de una organización política revolucionaria. No hay política insurreccional, piensa, sin una vanguardia política de nuevo tipo. Esta idea va madurando, y se advierte en los primeros tramos de su correspondencia con Perón, aun antes de residir en Cuba y conocer de primera mano esa experiencia revolucionaria. Como muchos revolucionarios latinoamericanos de entonces, Cooke no puede escapar a la fascinación que genera la Isla revolucionaria. Traba allí relación con el Che, además, y es imposible no pensar en la fuerte impresión que le causa dicho líder revolucionario. Pero, como ya dijimos, su elaboración sobre la política insurreccional, el protagonismo de las masas y la necesidad de la organización revolucionaria, comienza antes de su estancia en Cuba, y está siempre apoyada en minuciosas referencias a la realidad política argentina. Muy especialmente, un nuevo giro de tuerca de su mirada hacia el interior del movimiento nacional, de sus potencialidades y sobre todo sus contradicciones internas.
En el centro de esas preocupaciones está, una vez más, la cuestión del liderazgo. La figura de Perón es la referencia ineludible para Cooke. No lo considera un elemento accesorio sino medular en la ecuación revolucionaria. John William Cooke nunca dejará de reconocer en Perón el otro gran factor de la lucha revolucionaria y una articulación imprescindible. Pero al mismo tiempo considera necesario discutir con él. La interpelación política e ideológica que le dirige es entre pares. Cooke entiende que la participación en la lucha, la solidez de la fundamentación de una posición política, la profundización en el debate ideológico, habilita plenamente a la crítica y la discusión, incluso con el Líder.   
En su labor revolucionaria, la escritura es la herramienta fundamental. Otra vez la dimensión de la comunicación, de un modo diferente a la etapa de la revista De Frente. Primordialmente hay que tener en cuenta su frondosa Correspondencia con Perón, que se conoció después. Y la gran cantidad de artículos y escritos militantes fundamentales como Peronismo y revolución (publicado originalmente como El peronismo y el golpe de Estado. Informe a las bases). La inquietud recurrente de su prosa carente de eufemismos es la necesidad de profundizar: en el estudio de la realidad, en la difusión de la información, en la precisión conceptual, en el diagnóstico político, en el qué hacer. Ya no hay concesiones casi a otras cosmovisiones, pues considera que a un proceso revolucionario corresponde una ideología revolucionaria, y que el liberalismo ha caducado en su progresividad histórica. En todo caso, la compulsa de diferentes visiones, la polémica ideológica, alumbrará las respuestas necesarias. La libertad de pensamiento es ahora entendida como compromiso con la dura disputa de tradiciones de pensamiento, sin falsas ceremonias que para él ya solo representan la pervivencia de la cultura oligárquica.
Su elaboración ideológica de esta etapa, puede merecer una vez más la caracterización de heterodoxa. Pero ya sin compromisos con el liberalismo. Y sobre todo, avanzando en una redefinición fundamental del nacionalismo popular de los años ’40 y ‘50 en dirección a lo que comenzó a denominarse en esa época nacionalismo popular revolucionario. La clave fundamental: la adscripción a un marxismo tamizado por la experiencia cubana. Una síntesis original, un tanto diferente a la propuesta por Juan José Hernández Arregui, de socialismo y peronismo. Derrotero parecido al que va arribando también Rodolfo Puiggrós, cuando distingue entre teoría revolucionaria como concepción crítica de la realidad, e ideología como elaboración histórica de una experiencia popular. Está claro que la articulación azarosa de estos planos está fincada en la construcción de la organización política revolucionaria. La relación entre una tal organización y el liderazgo de Perón es una cuestión que Cooke no alcanzó a resolver, falleciendo a una edad temprana en 1968.
En el contexto actual de nuestro país, con el auspicioso retorno del movimiento nacional al gobierno, resulta tentador evocar al Cooke de la política como construcción nacional, con su énfasis en el rol dirigente del Estado, su pluralismo, su apuesta por una comunicación crítica y abierta. Y entendemos que tal recuperación de Cooke no es nada arbitraria. Pero a la luz del completo cuadro regional, con el derrocamiento del gobierno popular de Evo en Bolivia, la represión de la movilización popular en Chile, el cerco sobre Venezuela, el parate al proceso de paz en Colombia con la práctica del asesinato político como sello inconfundible de los señores de la guerra colombianos, no podríamos descartar sin más al Cooke de la política para la revolución. Especialmente su énfasis en la profundización política e ideológica. Las oligarquías y el imperialismo están demostrando que no dudarán en la acción directa, instrumentando a las fuerzas de seguridad y, eventualmente, a las fuerzas armadas. Cuidar la construcción democrática y nacional en paz, exigirá organización popular y claridad total.

Germán Ibañez